
Mercadillo de Majadahonda
Un disgusto me empuja a la calle. La tristeza me mira desde los ojos grises del asfalto y se mete en mis zapatos, convertida en apatía.
Es sábado. Ajeno a mí, el mercadillo grita sus reclamos. Voces entremezcladas que ofertan medias, sábanas, bolsos, cacerolas...
En la voz de un cantante falso, una canción conocida cubre de alegría el paso entre los puestos. Mi oído lo percibe, pero no me conmueve. "¡La mejor música por un euro!" canta el comerciante que al paso me brinda unos Cds que ignoro.
Mis ojos se entretienen en los puntos de color, redondos y diminutos, sobre un puesto de los botones. Veo a un hombretón bien versado, de raza gitana, que expone las tendencias de la última moda con entusiasmo infantil, y en mi boca se esboza una sonrisa muy leve, que casi no percibo.
Escondida tras las gafas de sol paseo mi tristeza sin rumbo fijo, y al cabo de unos minutos de caminar cansino, acabo frente a un puesto de verduras, al final de la calle.
Un llanto desgarrado me saca de mis propias emociones. Viene de una pequeña silla de ruedas que intenta parecer una gran silla de paseo. Tendrá unos siete años y parálisis cerebral. Sus pequeñas manos contorsionadas se agitan por el llanto, y alza sus bracitos escuálidos todo lo que la incapacidad le permite, como queriendo agarrarse al aire. Llora y muestra su boca mellada, señal de que algunos dientes de leche ya se le han caído. Su apariencia es la de un enorme bebé muy delgado y enfermo.
Está muy asustado, y entiendo que su madre se habrá alejado un momento y que el niño se siente solo y perdido.
Me acerco a él. Las lágrimas inundan unos ojos verdes, preciosos, que bien podían haber sido las ventanas de un cerebro sano.
El deseo fugaz de abrazarle me sorprende y me contengo. Le hablo tranquila y dulcemente, pero el niño tiene miedo y no soy más que una desconocida para él.
La madre aparece de repente, acelerada y nerviosa. Lleva en las manos unas bolsas con verduras y en el rostro la marca de una tristeza profunda, en nada parecida a mi tristeza puntual.
Consuela al niño y me mira agradecida, desde unos ojos que tiñen de verde una pena muy oscura. Digo algo insustancial, sonrío y me alejo.
Los reclamos continúan al ritmo del vaivén de gente que avanza frente a los puestos. Sus sombras se proyectan en las prendas que cuelgan expuestas sobre barras, como tendidas al sol.
La tristeza es ahora un aguijón que se me clava en el pecho, pero ahora es otra, ya no es la mía. Es grande y profunda y sé que sólo se quedará un rato conmigo, porque no me pertenece. Es la pena de la madre de un niño sin salud y sin infancia.
¿Pero y la mía...? ¿Dónde se ha quedado mi propia tristeza?... Las ruedas de la silla la pisaron y se quedó allí, insignificante y aplastada, junto al puesto de verdura.
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