La Inteligencia Emocional y el Destino
Extracto del libro de Daniel Goleman: “Inteligencia Emocional”
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Recuerdo a un compañero de clase que
había obtenido cinco puntuaciones de 800 en el SAT y otros tests de rendimiento
académico que nos habían pasado antes de ingresar en el Amherst College. Pero,
a pesar de sus extraordinarias facultades intelectuales, mi amigo tardó casi
diez años en graduarse porque pasaba la mayor parte del tiempo tumbado, se
acostaba tarde, dormía hasta el mediodía y apenas si asistía a las clases.
El CI no basta para explicar los
destinos tan diferentes de personas que cuentan con perspectivas, educación y
oportunidades similares. Durante la década de los cuarenta, un período en el
que —como ocurre actualmente— los estudiantes con un elevado CI se hallaban
adscritos a la Ivy League
de universidades, (La Ivy
League constituye un grupo selecto de ocho universidades
privadas de Nueva Inglaterra famosas por su prestigio académico y social) se
llevó a cabo un seguimiento de varios años de duración sobre noventa y cinco
estudiantes de Harvard que dejó meridianamente claro que quienes habían
obtenido las calificaciones universitarias más elevadas no habían alcanzado un
éxito laboral (en términos de salario, productividad o escalafón profesional)
comparativamente superior a aquellos compañeros suyos que habían alcanzado una
calificación inferior. Y también resultó evidente que tampoco habían conseguido
una cota superior de felicidad en la vida ni más satisfacción en sus relaciones
con los amigos, la familia o la pareja.
En la misma época se llevó a cabo un
seguimiento similar sobre cuatrocientos cincuenta adolescentes —hijos, en su
mayor parte, de emigrantes, dos tercios de los cuales procedían de familias que
vivían de la asistencia social— que habían crecido en Somerville,
Massachussetts, un barrio que por aquella época era un «suburbio ruinoso»
enclavado a pocas manzanas de la Universidad de Harvard. Y, aunque un tercio de
ellos no superase el coeficiente intelectual de 90, también resultó evidente
que el CI tiene poco que ver con el grado de satisfacción que una persona
alcanza tanto en su trabajo como en las demás facetas de su vida. Por ejemplo,
el 7% de los varones que habían obtenido un CI inferior a 80 permanecieron en
el paro durante más de diez años, lo mismo que ocurrió con el 7% de quienes
habían logrado un CI superior a 100.
A decir verdad, el estudio también parecía mostrar (como
ocurre siempre) una relación general entre el CI y el nivel socioeconómico
alcanzado a la edad de cuarenta y siete años, pero lo cierto es que la
diferencia existente radica en las habilidades adquiridas en la infancia (como
la capacidad de afrontar las frustraciones, controlar las emociones o saber
llevarse bien con los demás).
Veamos, a continuación, los resultados
—todavía provisionales— de un estudio realizado sobre ochenta y un
valedictorians y salutatorians (Los valedictorians son los alumnos que
pronuncian los discursos de despedida en la ceremonia de entrega de diplomas,
mientras que los salututorians son aquéllos que pronuncian los discursos de
salutación en las ceremonias de apertura del curso universitario.) del curso de
1981 de los institutos de enseñanza media de Illinois. Todos ellos habían
obtenido las puntuaciones medias más elevadas de su clase pero, a pesar de que
siguieron teniendo éxito en la universidad y alcanzaron excelentes
calificaciones, a la edad de treinta años no podía decirse que hubieran
obtenido un éxito social comparativamente relevante. Diez años después de haber
finalizado la enseñanza secundaria, sólo uno de cada cuatro de estos jóvenes
había logrado un nivel profesional más elevado que la media de su edad, y a
muchos de ellos, por cierto, les iba bastante peor.
Karen Amold, profesora de pedagogía de
la Universidad de Boston y una de las investigadoras que llevó a cabo el
seguimiento recién descrito afirma: «creo
que hemos descubierto a la gente “cumplidora”, a las personas que saben lo que
hay que hacer para tener éxito en el sistema, pero el hecho es que los
valedietorians tienen que esforzarse tanto como los demás. Saber que una
persona ha logrado graduarse con unas notas excelentes equivale a saber que es
sumamente buena o bueno en las pruebas de evaluación académicas, pero no nos
dice absolutamente nada en cuanto al modo en que reaccionará ante las
vicisitudes que le presente la vidas». Y éste es precisamente el
problema, porque la inteligencia académica no ofrece la menor preparación para
la multitud de dificultades —o de oportunidades— a la que deberemos enfrentamos
a lo largo de nuestra vida. No obstante, aunque un elevado CI no constituya la
menor garantía de prosperidad, prestigio ni felicidad, nuestras escuelas y
nuestra cultura, en general, siguen insistiendo en el desarrollo de las
habilidades académicas en detrimento de la inteligencia emocional, de ese
conjunto de rasgos —que algunos llaman carácter—
que tan decisivo resulta para nuestro destino personal.
Al igual que ocurre con la lectura o
con las matemáticas, por ejemplo, la Vida emocional constituye un ámbito —que
incluye un determinado conjunto de habilidades— que puede dominarse con mayor o
menor pericia. Y el grado de dominio que alcance una persona sobre estas
habilidades resulta decisivo para determinar el motivo por el cual ciertos
individuos prosperan en la vida mientras que otros, con un nivel intelectual
similar, acaban en un callejón sin salida. La competencia emocional constituye,
en suma, una meta-habilidad que determina el grado de destreza que alcanzaremos
en el dominio de todas nuestras otras facultades (entre las cuales se incluye
el intelecto puro).
Existen, por supuesto, multitud de
caminos que conducen al éxito en la vida, y muchos dominios en los que las
aptitudes emocionales son extraordinariamente importantes. En una sociedad como
la nuestra, que atribuye una importancia cada vez mayor al conocimiento, la
habilidad técnica es indudablemente esencial.
Existe una clara evidencia de que las personas emocionalmente desarrolladas, es
decir, las personas que gobiernan adecuadamente sus sentimientos, y asimismo
saben interpretar y relacionarse efectivamente con los sentimientos de los
demás, disfrutan de una situación ventajosa en todos los dominios de la vida.
Las personas que
han desarrollado adecuadamente las habilidades emocionales suelen sentirse más
satisfechas, son más eficaces y más capaces de dominar los hábitos mentales que
determinan la
productividad. Quienes , por el contrario, no pueden controlar
su vida emocional, se debaten en constantes luchas internas que socavan su
capacidad de trabajo y les impiden pensar con la suficiente claridad.
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Daniel Goleman, "Inteligencia Emocional"
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